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JOINTZIPA: 10/06/07 - 17/06/07

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Este blog es un acopio de relatos delirantes, fruto de un estado de beodez y alucinación.

sábado, junio 16, 2007

EL GATO NEGRO

Por la Carrera dècima, la versión salinera de la Quinta Avenida durante décadas y que ahora es un sobrepoblado callejón donde confluyen todos los estratos de estas frías comarcas y todo tipo de negocios de poca monta y excesiva oferta que no hacen pensar otra cosa que en siniestros lavaderos de dinero mal habido, existió una fonda, entre las calles tercera y cuarta, costado occidental, que aparece de manera fantasmagórica en mis fotografías mentales.




Y es que su solo nombre, un lóbrego presagio, invitaba a la presurosa huída, cuando en mi niñez era informado por pérfidos compañeros mitómanos que la aparición repentina de un gato azabache era el preámbulo de terroríficos episodios.

Sin embargo, mi tío, universitario de finales de los 80, hablaba maravillas de ese bien bautizado sitio. Sus jaranas universitarias, que no diferían mucho d las actuales, se gestaban en lupanares de chapinero o del centro de bogotá con venida de jueves y viernes en la última flota, aguardando impacientes una llegada rápida al pueblo, implorando al ayudante del bus, con más devoción que la de un alma pía en semana santa una parada providencial en un oscuro paraje veredal de Cajicá que le permitiera descargar en una soberana meada parte de la mesada de fotocopias mal (o bien) invertida en cantidades generosas de cerveza o rogando por una bolsa para las bascas cuando había alientos para esto, excepto cuando las necesidades corporales no daban tregua ni tiempo y tocaba asomar la cabeza por la ventana y devolver en sendas bocanadas de vómito el mísero almuerzo de arepa, gaseosa y aguardiente que precedió la bebezona, a riesgo de ensuciar a incautos transeuntes o a distraídos compañeros de viaje que en la parte trasera del bus dejaron de manera estúpida la ventana abierta.

Una vez llegaba a casa, entre copetón y cagado de la perra, mi tío fallecía temporalmente en el primer reducto horizontal que topaba, y pasaba una noche "plácida", engalanada con babeadas y eructos propios del más indigesto de los leones del África

Como no toda en la vida es felicidad, se avecinaba la mañana acompañada de pitos estridentes del camión de la leche, la algarabía de los vendedores de chucherías, la campana de la Iglesia y el radio de la sirvienta que vomitaba música carrilera y música para planchar que, como diría el escritor-poeta-urbano Bustamante "no sabemos en que lugar del infierno se encontrarán". Y ahí comenzaba el apocalipsis. La resaca mas feroz hacía su aparición y mi hogar no estaba dispuesto a soportar el tufo, las imprecaciones contra la vida, blasfemias y falsas promesas de adiós a la vida licenciosa que el borrachín lanzaba para mitigar su pena. Y era expulsado de la casa hasta nueva orden.

El sufriente enguayabado sabía que en esas condiciones la única compañia soportable era la mia, ya que en mi excesiva timidez y respeto hacia èl (...), era el único que no gritaba ni le escupía sermones (tal vez porque en una anticipación a mi futuro ahora presente, no tendrìa autoridad moral para hacerlo) y con ojos de perro miserable me pedìa servirle de compañía y pequeño bastón en su periplo hacia el sórdido restaurante para menguar los vejámenes que el alcohol causó a mi familiar. Si bien la sola insinuación me daba terror por lo siniestro del nombre del sitio, la autoridad de los mayores siempre me pareció incuestionable, sumada a la profunda lástima que el personaje me despertaba en ese estado tan lamantable. Llegamos al sitiesucho, mi tío arrastrando las patas y yo temblando de miedo y ansiedad, y mis temores tendrían su fundamento.



Un boceto de la cocina



La matrona que administraba el lugar, que era tan obesa y grande como la mano que sostiene al mundo en el Parque Jaime Duque, se encontraba "vaciando" a grito y groserìa entera a un mísero, perdón, mesero adolescente cuyo rostro estaba poblado de toda clase de erupciones cutáneas por haber permitido un "conejo", por parte de unos malandrines, que irìa en detrimento de las ocultas arcas de los dueños. Nos sentamos en unas raídas silla roja y la mesa, sucia y mojada como cualquier guaricha, estaba poblada de envases llenos de cunchos de cerveza y espesa saliva. El mesero barroso la "limpió" con un trapo mas mojado que la mesa, que hedìa a comida y pecueca y mi tìo pidió un balde de Caldo de Ministro que hiciera el milagro que la aspirina no hizo. Yo me limité a pedir una empanada, hecha con los sobrados del día anterior (ojos que no ven...). EL balde de caldo llegó para las delicias de mi tìo y para asco mío (yo, que no soy asquiento). En un plato blanco-amarillo, sucio en sus orillas, estaba el agua picha caliente por el cual navegaban las gónadas de un bovino, sobrados como el de la empanada, un pelo canoso teñido de "bigen" en la mitad y, en cantidades alarmantes, "glamorosas" burbujas de manteca derretida, para que el enguayabado, por medio de una cuchara que tenia las huellas digitales de la matrona y el mesero, sorbiera como caballo el extraño bebedizo. Mi empanada, con solo recibirla, dejó mis manos tan brillantes como el oro. Aún la culpo de mi excesivo acné y sospecho que el mesero lamía las cacerolas del restaurante, tal vez por hambre, y por eso estaba asì.




Una vez hastiados, mi tío reunía acusiosamente las monedas y se las daba a la matrona, que guardaba todos los billetes en su muy sucio delantal y ella, tan burda, ordinaria, gritona y malhablada como muchos gamines quisieran ser, sacaba en sus "manos de luto" las vueltas en billetes arrugados y mantecosos, luego de una mueca de desprecio al exenguayabado, una mirada de odio hacìa mi y una mechoneada al pobre mesero que alimentaba pacientemente su deseo inocuo de venganza.



Luego del reconfortante desayuno, mi tìo recuperaba su lozanía y se preparaba, silbando las pintorescas melodías del binomio de oro, para la jornada sabatina de Tejo, rana y meretrices y yo me iba a hacer mis tareas, jurando para mis adentros estudiar al máximo para no vivir las experiencias del chino del restaurante, tal vez uno de los pocos ejemplos efectivos que no impusieron mis padres.



De estos sórdidos sitios hay mil ejemplos en el pueblo, que nos sumergen en un eterno "déjá vu", porque veinte años después, desobedeciendo los juramentos que de niños nos hicimos, repetimos las manías de nuestras generaciones precedentes, variando solo en que cada vez hay menos posibilidades y esperanzas de arreglar este pueblo, que sigue siendo nuestro amado pueblo mientras no lo absorba la fea capital como parece ser el destino final.

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